Decenas de padres de familia se dieron cita el 25 de abril de 2025, Día Internacional de la Lucha contra el Maltrato Infantil, para entregar cartas de amor a sus hijos, a quienes llevan años sin poder ver. Acudieron desarmados, con papel y tinta como únicas armas, pero también con la esperanza intacta frente a un sistema jurídico que se alimenta de su dolor, niega su existencia y se burla de su sufrimiento.
La elección de la fecha no fue casual. La obstrucción parental es una forma de maltrato infantil, aunque ciertos colectivos lo nieguen. Y, para entenderlo, “vamos a explicarlo con manzanitas”: el artículo 23 de la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes establece el derecho de los menores a convivir con sus familiares; el artículo 417 del Código Civil reconoce el derecho de los padres a convivir con sus hijos; y múltiples tesis —como la 1a. CCCLXVIII/2014, la VII.1o.C.8 C (10a.) y la VI.2o.C.J/16 (10a.)— ordenan a las autoridades proteger esa convivencia. Sin embargo, toda esta letra muerta se esfuma cuando uno observa la realidad de padres que llevan hasta diez años sin reunirse con sus hijos.
La razón, por polémica que parezca, resulta sencilla: populismo punitivo, sobrelegislación y sexismo. El populismo punitivo se resume en políticos que capitalizan la sed de justicia mediante agendas de “mano dura”: penas más duras, cero tolerancia y marcos legales difusos que permiten castigar antes de preguntar. La sobrelegislación, por su parte, hace de México un país saturado de normas; la llamada violencia vicaria es el ejemplo perfecto, pues tipifica conductas ya contempladas, creando dos lecturas de un mismo hecho y favoreciendo desproporcionadamente a un sexo. Y el sexismo —o misandria, llamémosle por su nombre— justifica todo con la “deuda histórica” hacia las mujeres, ignorando que los hombres también somos sujetos de derechos: la encuesta del Inegi sobre violencia en el hogar ni siquiera nos consulta, la perspectiva de género se deformó hasta convertirse en comodín exclusivo de las mujeres, y existe una ley para proteger a las mujeres de la violencia como si los hombres no mereciéramos la misma protección.
Cuando alzamos la voz, recibimos un estribillo tan flojo como insultante: “los violentos son ustedes”. Con esa frase convierten a los hombres en ciudadanos de segunda, siempre bajo sospecha: basta el menor indicio para encarcelarnos, despojarnos de nuestros hogares y arrebatarnos a nuestros hijos. Esa es la realidad que sufren los más de 150 padres que se congregaron aquel día, no con odio ni resentimiento, sino con amor y esperanza. Porque las mismas voces que nos acusan pretenden despojarnos incluso de la capacidad de amar; de ahí que la obstrucción de convivencias rara vez sea castigada: se asume que a los hombres no nos duele la distancia, y “si no hay afectación”, ¿por qué habría delito?
Sin embargo, llegó el momento en que los hombres dijeron basta. Su amor desbordado se transformó en un movimiento dispuesto a plantar cara. Ahora intentan convertir ese amor en odio, esa esperanza en amenaza, esa movilización en violencia. Pero ¿qué violencia puede haber en una carta de amor? ¿Qué amenaza en un mensaje de esperanza? ¿Qué odio en un abrazo escrito con tinta que, tal vez, sea lo único que el hijo lea de su padre en años?
México —ese país de “los más machos”, de “los padres desobligados”, de “el lugar más peligroso para ser mujer”— se reveló como el país de los padres que aman, luchan, viven y mueren por sus hijos. Padres que portan con orgullo el honor de ser papá.
Posdata. Aquella manifestación también se alzó contra la Ley Alina, porque, como sabemos quienes tenemos dos dedos de frente, esa norma atenta contra la igualdad, la justicia y la vida misma. Si no pueden encarcelarnos, la salida radical del otro lado es matarnos. Y eso, simplemente, no lo vamos a permitir.
Porque el amor de un padre no prescribe, no caduca y jamás se rinde.