Camino de vuelta a la cordura

Valentina Ortiz
May 20, 2025
2 min

Hace varios días — o quizá más, depende de cuándo estés leyendo esto— se empezó a viralizar en redes un recorte bastante optimista de lo que parecía ser un acto de redención de Pamela Palenciano. Pamela es una monologuista y comunicadora que lleva la friolera de veintidós años ofreciendo su monólogo No sólo duelen los golpes en colegios públicos, con la presunta finalidad de concienciar a los jóvenes, desde el “humor”, sobre la violencia de género. En ese monólogo suelta perlas como: «Todos los que se hacen llamar hombres maltratados son maltratadores» o justifica —entre risas— los golpes que propinó a su expareja en plena discusión mientras presume de haber sido siempre ella la víctima.

En ese atisbo de lo que parecía ser redención ella reconocía que se habían equivocado y que existe una razón por la cual hoy los hombres se ven tan repudiados por el feminismo. Y aunque fuera una quimera, un simple montaje bien montado, una ensoñación optimista, yo vi algo más allá:

Sin saber muy bien de qué se trataba, sin haberse tomado el tiempo de ver el episodio completo del podcast que dio origen a ese recorte, todo el mundo lo asumía como cierto, pero no estaban contentos. Estaban enojados, iracundos incluso. Buscaban venganza. No había en ellos ningún atisbo de compasión, de tender la mano, de poner la otra mejilla. No hubo perdón, ni esperanza, ni alegría: había odio, había rencor.

Me recordó algo mucho peor. Hace no tanto, una joven de diecinueve años reconoció —con enorme valor—, frente a una sala llena en el Senado de la Nación Argentina, haber acusado en falso a su papá durante un arranque de enojo adolescente, cuando tenía catorce años. La mentira, que duró menos de un mes y que ella intentó revertir durante más de cinco años, mantuvo a su padre injustamente privado de libertad. Denunció cómo las instituciones, más preocupadas por su propio beneficio que por el bienestar de ella, de su padre y de su familia, le negaron sistemáticamente la retractación. Denunció también cómo aquellos adultos que debían velar por la verdad utilizaron el relato de una adolescente enojada y obviaron ejercer su labor investigativa, colocando sobre una chiquilla que hasta hacía poco jugaba con muñecas el enorme peso de encerrar a su padre por una mentira cuyas consecuencias, precisamente por ser una niña, desconocía.

Vi cómo una turba violenta en todas las redes sociales buscó colgar a esta joven. Comentaban «bala» sin tener idea de su historia ni el más mínimo interés en conocerla, solo porque la escuchaban en un recorte de vídeo. Le desearon cosas tan horribles que ni siquiera soy capaz de reproducirlas por escrito. Yo, personalmente, dediqué mucho tiempo a intentar combatir ese relato inquisidor y apelé a la comprensión, la compasión y la reparación. Empecé a hablar en redes de los terribles efectos que las denuncias falsas contra hombres inocentes provocan —antes que la gran mayoría— e ingenuamente llegué a pensar que eso podría darme respaldo, credibilidad, espacio para la reflexión. Mi tesis era, en pocas palabras, la siguiente:

«No digo esto porque ignore las consecuencias terribles de las denuncias falsas —ustedes saben mejor que nadie que las entiendo—. Lo digo porque creo que tomar una actitud inquisidora contra las pocas personas que logran reconocer su error y arrepentirse no solo ahonda la grieta de los efectos negativos, sino que desanima a otras mujeres que hayan hecho algo similar a reconocer su falta».

El resultado: insultos, persecución, descrédito. Nunca recibí —desde mi punto de vista— un solo argumento práctico que justificara por qué la respuesta inquisidora es más productiva o provechosa que una actitud compasiva, aunque crítica.

Entonces pregunto: ¿qué hacemos con las ex-feministas que ahora recorren el camino de vuelta a la cordura? ¿Con aquellas que, tímidas, empiezan a mostrar vergüenza de su pasado militante? ¿Con las que titubean y exhiben fractales de luz que las guían en la dirección correcta? Nos hemos acostumbrado a decir que el feminismo arruinó a toda una generación, que esas mujeres están perdidas y no tienen solución. Lo afirman teniéndome enfrente a mí, que, si me hubieran conocido con quince años, jamás habrían imaginado que me convertiría en la mujer que hoy soy. O sostienen que quienes parecen arrepentirse lo hacen porque a los treinta temen quedarse solas y rodeadas de gatos (lo escribe una de veintiocho, sola en casa, con una gata en el regazo).

Pues bien: yo creo que sí tienen solución. Que hay un camino de vuelta, que la redención es posible y que señalarlas y estigmatizarlas no las motivará a caminar más rápido ni más decididas hacia nosotros. Por el contrario, corremos el riesgo de que, en el momento en que lo intenten y vean de nuestro lado solo juicios, acidez y señalamientos, huyan de nuevo —aterrorizadas— a los brazos del feminismo, convencidas de haberse topado con el enemigo que éste siempre les vendió.

¿Y qué importa la razón? A lo sumo, nos servirá para comprender y afinar, para detectar el punto exacto donde la programación falló, donde el feminismo las traicionó y el relato las engañó; para aplicar el 80/20 de Pareto y mejorar nuestros métodos, conseguir más con menos. Les pido que seamos inteligentes, que trabajemos con mente fría y corazón caliente; que no reforcemos el discurso de un feminismo que explotó y exprimió a toda esa generación de mujeres en su favor. Esto no va de ego, de vernos ganar, de exigir que se arrodillen y se flagelen hasta el hartazgo luchando por nuestro perdón. Crean o no en el perdón, la misericordia o la compasión, dependemos de su arrepentimiento para avanzar hacia una sociedad mejor.

No nos queda otra que aceptar el cambio y el arrepentimiento con los brazos abiertos, y —más aún— velar porque siga ocurriendo cada vez en mayor proporción. De eso depende el futuro; ése siempre fue el objetivo, aunque muchos lo hayan olvidado.

Si no, los invito a preguntarse: ¿por qué están acá? ¿Qué los hizo llegar en primer lugar? ¿Cuál era su objetivo? ¿Qué sentido tiene jugar un juego tan sucio, aburrido, cruel y agotador si el objetivo no es ganar? Si construir algo mejor, transformar y liberar mentes e impulsar un contexto con más verdad, justicia y unión no es ganar, ¿entonces qué lo es? Porque, para mí, así se gana la batalla cultural.

Hoy, en plena batalla cultural, toca aprender a perdonar. Por la fuerza o con voluntad, da igual: no solo es útil y necesario, sino valioso. Fue, en gran parte, el no saber —o no querer— perdonar lo que convirtió a tantas feministas en el monstruo con el que ahora nos toca luchar.

Perdonar, entonces, no es rendirse: es la estrategia definitiva para vencer.

Valentina Ortiz
Comunicadora, creadora de contenido y activista por los derechos de los hombres. Pionera en la crítica al feminismo en el mundo hispanohablante, con más de 380,000 suscriptores en YouTube y una trayectoria de más de 8 años en medios digitales.